Life on the Chrism Trail

Homilía para la Misa de Respeto a la Vida

January 23, 2021
St. Patrick Cathedral
Fort Worth, Texas

Isaías 49:1-6
Salmo 139: 1-3, 12-15
Colosenses 1:12-20
Mateo 18:1-5, 10, 12-14

El profeta Isaías dice en nuestra primera lectura de hoy: “¡Escuchen, atiendan, pueblos lejanos! Yahveh desde el seno materno me llamó; desde las entrañas de mi madre recordó mi nombre”. El profeta añade además: “Ahora, pues, dice Yahveh, el que me plasmó desde el seno materno para siervo suyo, para hacer que Jacob vuelva a él, y que Israel se le una”. Hay tres puntos claves que nos sirven para nuestra reflexión y oración en esta ocasión: se le da nombre a una persona, Dios llama a esa persona por su nombre, la respuesta del llamado a volver a Dios.

Hace muchos años, cuando era un seminarista universitario haciendo mi apostolado en una parroquia de la comunidad afroamericana de Chicago, recuerdo haber aprendido una expresión que transmite el mensaje de la falta de respeto que uno podría mostrar por otra persona. Una niña de cuarto grado me enseñó esta expresión cuando la escuché diciéndosela a otra niña mientras discutían en el patio de la escuela. La primera joven le dijo a la segunda: “¡No me llames por mi nombre!” Esta expresión es muy rica en significado. El tener un nombre significa la pertenencia a una familia. Nuestros padres nos dieron nuestros nombres antes de que naciéramos o poco después de nacer. Los nombres dados por los padres y las madres a sus hijos han de ser el resultado del discernimiento mediante la oración y la conversación entre ellos sobre las esperanzas que comparten para el hijo o hija que pronto nacerá. Al dar un nombre a sus hijos los padres y las madres son instrumentos de Dios, ya que al hacerlo lo llaman a ser y a pertenecer a Él, a sus padres y a su familia.

Tener un nombre es pertenecer a la comunión de la Iglesia. Cuando el sacerdote o diácono nos bautizó pronunció nuestro nombre en nombre de Cristo después de que nuestros padres y padrinos le dijeran nuestro nombre. Tener un nombre significa ser una persona y como tal, que dicha persona sea reconocida, respetada e incluso amada por los demás. Cuando le pedimos a alguien que nos llame por nuestro nombre, estamos invitando a esta persona a establecer una relación de confianza que conlleva una proximidad más estrecha que la relación estructurada por títulos apropiados, títulos que estructuran una relación con su propia intimidad y amistad apropiada.

En cierto sentido, el primer asalto al don de la vida humana en cada etapa del desarrollo es sacar a alguien de la luz de la pertenencia quitándole su nombre y arrojándolo así a la oscuridad del anonimato. Dejar a una persona en el anonimato es quitarle su identidad y la pertenencia y ser sacada fuera de la luz de la pertenencia como persona y ser arrojado a la distancia que impone la oscuridad de la posesión, como si se fuera un objeto que será desechado. El profeta proclama: “Escuchen, pueblos lejanos. Antes de nacer, el Señor me llamó, desde el vientre de mi madre me dio mi nombre”.

El Señor llama a cada persona por su nombre. El Señor nos llama a cada uno de nosotros, incluso en la oscuridad de cuando nos distanciamos de Él como individuos y como sociedad dentro de la cultura de la muerte. Él habla de cerca con nosotros en nuestra propia distancia y nos muestra Su camino de luz en nuestra oscuridad. Jesús llamó a cada uno de sus apóstoles por su nombre. Lo hizo después de pasar una noche en oración a solas con Dios en una montaña en medio de la oscuridad de la noche. El Señor llamó a cada uno de sus discípulos por su nombre para que lo siguieran y salieran de esa oscuridad y se convirtieran en Sus siervos de la Luz.

El Señor manifestó Su poder y Su luz cuando silenció a los demonios que poseían al endemoniado; cuando reaccionaron con rabia y temor ante Su presencia y les prohibió pronunciar Su nombre, pues Él no puede ser poseído porque Él pertenece al Padre y Él viene para salvarnos de las tinieblas y ofrecernos su pertenencia con amor incondicional.  “Ahora, pues, dice Yahveh, el que me plasmó desde el seno materno para siervo suyo, para hacer que Jacob vuelva a él, y que Israel se le una”.

María Magdalena no reconoció a Jesús cuando se le apareció después de la Resurrección hasta que Él la llamó de las tinieblas a la luz de Su Reino al pronunciar su nombre, “María”. No fue hasta después que Jesús la llamara por su nombre que ella viera claramente Su luz y fuera liberada de las tinieblas de la tumba, de las tinieblas del pecado y las tinieblas de la muerte.

El Señor pronuncia nuestro nombre y nos llama a través de Jesús para regresar a Él y alejarnos del pecado, las tinieblas y la muerte. El Señor nos da la gracia de querer hablar de las tinieblas y del pecado en nuestra propia vida y en la vida de la sociedad. Así como María Magdalena no pudo ver la luz del Reino por su propio poder y necesitó la Gracia del Señor dada al pronunciar su nombre y llamarla a salir de las tinieblas para dar testimonio de la luz, nosotros también debemos escuchar cuando el Señor nos llama por nuestro nombre y recibir la Gracia de la voluntad para hablar de la oscuridad y del pecado en nuestras propias vidas y en nuestra vida como sociedad y nación, y recibir la luz y la misión de la Misericordia y la Redención de Dios.

Así nos lo dice el Papa Francisco cuando habló recientemente, “La cultura de la indiferencia acompaña a la cultura del descarte: las cosas que no me afectan, no me interesan; y los católicos deben contrarrestar esas actitudes”. La oscuridad de la cultura de la muerte depende del anonimato impuesto a los demás por la indiferencia. Es la indiferencia hacia otros seres humanos lo que lubrica y mantiene la maquinaria de la cultura de la muerte. La indiferencia es incluso más tóxica que el odio o la ira. La dependencia en la pena de muerte es una de esas armas de indiferencia contra la dignidad de cada ser humano, cuyo nombre ha sido pronunciado por Dios y llamado a la luz y sacado de las tinieblas por Cristo. Escuchamos a menudo los nombres de los asesinos que son condenados a muerte y que son ejecutados. Sin embargo, con demasiada frecuencia los conocemos por morbosa curiosidad y notoriedad. ¿Conocemos los nombres de sus víctimas y las familias de sus víctimas? ¿El uso de la pena de muerte nos lleva a realizar ministerio entre ellos y a acercarnos a aquéllos cuyos familiares han sido arrancados de estos sobrevivientes a través de la insensible indiferencia por la vida humana perpetrada contra ellos, y que los ha empujado hacia la oscuridad del dolor y la miseria? ¿O justifica con demasiada facilidad nuestra propia indiferencia ante su difícil situación sin nombre a cambio de la pasión de la venganza mecanicista?

El Señor conoce sus nombres. Desde el vientre de su madre les dio sus nombres. El Señor conoce los nombres de los millones de personas asesinadas por el aborto. El Señor también les dio sus nombres. El Señor conoce los nombres de todos los que han sido sacrificados pasiva y activamente por la eutanasia mediante el sacrilegio de una supuesta mal nombrada misericordia. El Señor también les dio sus nombres. El Señor conoce los nombres de los que han sido ejecutados y los que ellos asesinaron y los nombres de sus familias a las que pertenecen. El Señor también les dio sus nombres. El Señor conoce nuestros nombres y los pronuncia. Escuchar el llamado de nuestro nombre por el Señor es volverse como niños pequeños. “A menos que no cambien y no lleguen a ser como niños, nunca entrarán en el Reino de los cielos”.

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