Ordenación de Eric Flores y Benjamin Grothouse al diaconado transitorio
Solemnidad de la Anunciación del Señor
25 de marzo de 2023
Parroquia de St. Philip the Apostle
Flower Mound, Texas
Números 3:5-9
Salmo 40:7-8a, 8b-9, 10, 11
Hechos de los Apostoles 6:1-7b
Lucas 1:26-38
Estimados amigos, familiares y hermanos, Eric Flores y Ben Grothouse serán ordenados hoy al diaconado transitorio. Como diáconos de la Iglesia serán ministros del Evangelio, ministros de los Sacramentos y ministros de la Caridad. Estos tres ministerios conferidos en la ordenación estarán entrelazados en sus almas con el amor de Dios. Como diáconos ustedes han de prestar atención a estas sagradas obligaciones que sólo se pueden nutrir con la oración; con su propia oración y la de los demás, la oración de la Iglesia. Cada uno de estos ministerios está intrínsicamente vinculado con el otro. Descuidar uno de ellos constituye descuidar los tres ministerios y dejar de hacer lo que Cristo los llama a hacer.
La oración es el fundamento y corazón de la vocación y el ministerio del diácono. Para el diálogo diario y lleno de gracia entre Dios y cada uno de nosotros, pero muy especialmente entre Dios y cada uno de nosotros en comunión unos con otros como Iglesia, se necesita la oración personal y la oración litúrgica; la oración de cada persona y la oración de la Iglesia, y. en particular, la Liturgia de las Horas que ustedes hoy prometen rezar cada día. Al escuchar la lectura de los Hechos de los Apóstoles, debemos enfocarnos en el último versículo: “Los presentaron a los apóstoles, quienes se pusieron en oración y les impusieron las manos”. Ellos oraron.
El énfasis en la oración es importante porque resalta la dimensión espiritual de la imposición de manos. Este acto no es simplemente un gesto transaccional de un contrato como el que ocurre en un trabajo o incluso en una ceremonia de inauguración para un mandato limitado en el gobierno cívico. Se trata claramente de un gesto sacramental que transmite un compromiso permanente ante el horizonte de la vida eterna. El componente clave de la oración nos muestra también que la respuesta a la llamada del Señor al ministerio ordenado en la Iglesia exige una estrecha relación con Dios, sin la cual, nuestros actos carecerían de significado y se reducirían a ser meramente funcionales o una especie de activismo que al final nos dejarían vacíos.
Leemos en los Hechos que los apóstoles se enfrentan a un desafío urgente que va más allá de un problema práctico de encontrar las prioridades correctas para actuar. Se enfrentan al desafío de que el liderazgo humano de la Iglesia se extravíe y comience a tratar erróneamente a la Iglesia como una mera organización de asistencia social sin un carácter espiritual significativo. Cuando esto sucede, las personas a las que Dios nos llama a servir comienzan a aparecer ante nuestros ojos como problemas y no como seres humanos. Los apóstoles no se enfrentan simplemente a un problema de distribución de recursos o comercialización de un producto que implica la traducción de servicios a un segundo idioma. Los apóstoles reconocen a través de la oración y su discernimiento que, a menos que la Iglesia responda a las necesidades de las viudas, los pobres y los huérfanos, ellos fallarán en cumplir el mandamiento principal del Señor de “amarse unos a otros como Yo los he amado” al atender a sus hermanos y hermanas necesitados.
Las necesidades de las viudas y los huérfanos, y de todos los pobres, no pueden reducirse únicamente a la carencia de bienes materiales. Es cierto que su pobreza incluye dificultades económicas que amenazan sus vidas, y eso no se puede desestimar tampoco, pero la pobreza que los oprime aún más es la que los afecta social y espiritualmente. Su pobreza proviene en parte de no contar en sus vidas con esposos o hijos, padres o madres, ni familias de ningún tipo. Se sienten alienados; que no tienen lugar en la sociedad en general. No tienen amigos. Su alienación los obliga a pensar que Dios no tiene lugar para ellos, ni que ellos tienen lugar para Dios. El Evangelio, del que pronto ustedes serán heraldos, revela que los pobres son los primeros en la comunión de la Iglesia, y son los más importantes porque Jesús les responde primero. Esta carga espiritual de pobreza profundamente opresiva sólo puede ser enfrentada con el Evangelio del amor incondicional y la gracia de la misericordia confiada a la Iglesia para ser administrada sacramentalmente por sus ministros ordenados y ser compartida entre todos los bautizados.
En el corazón del Evangelio está la revelación de que “Dios amó tanto al mundo que dio a su Hijo unigénito para que todo el que crea en Él no se pierda, sino que tenga vida eterna”.
A través de nuestro ministerio apostólico y la imposición de mis manos como obispo, la Iglesia ordena hoy a estos dos hombres al orden del diaconado transitorio. Lo hacemos siguiendo el ejemplo de los Apóstoles y los demás discípulos de la Iglesia primitiva que nos brinda la lectura de hoy, y luego de mucha oración y discernimiento. Hacemos esto precisamente en esta bellísima y apropiada Solemnidad de la Anunciación del Señor, en que celebramos el “Sí” de la Santísima Virgen María a la voluntad de Dios y a Su llamado a ser la madre de Su Hijo.
No existe una relación más íntima en la naturaleza humana que la que existe entre una madre y su hijo, y esta relación nunca puede reducirse simplemente a la función biológica del embarazo y el nacimiento del bebé. Esta relación intríseca es del “ser” y no puede reducirse a una cuestión de tecnología o al resultado de un acuerdo contractual exclusivamente humano. Sin embargo, esta relación profundamente íntima es la que Cristo mismo nos da a cada uno de nosotros como Su último regalo antes de morir en la Cruz. “Mujer, ahí tienes a tu hijo”, y al discípulo: “Ahí tienes a tu madre”. “Y desde aquel momento el discípulo la acogió en su casa”. Este mandato y gracia ofrecidos por Jesús de recibir a María en nuestro hogar se dirige hoy aún más profundamente a ustedes y a todos los diáconos.
La humildad de María, que fue llamada y escogida para ser el Arca de la Nueva Alianza, se destaca y subraya en la llamada de los diáconos a ser ministros de la Caridad de Dios. Este ministerio es una vocación que nace de la oración, y nunca por derecho propio. Este ministerio se ejerce con los humildes y pobres del mundo, que son precisamente los humildes y los pobres a quienes Dios levanta mientras derriba de sus tronos a los poderosos de este mundo. Como diáconos, se les ha confiado el ministerio de dar de comer a los hambrientos con las cosas buenas que Dios provee, mientras que Él despide vacíos a los saciados de sí mismos de este mundo.
Se les confía a ustedes como diáconos el ministerio de llevar la esperanza del Evangelio y la gracia de los Sacramentos a los que no tienen nada, excepto el don del temor del Señor. Es a estas personas a las que ustedes son enviados a servir porque ellos confían solamente en Dios, ya que no tienen a más nadie que abogue por ellos. En este sentido, el ministerio de los diáconos se compara con el de los levitas de la Antigua Alianza, de los que leemos en la primera lectura de hoy. Los levitas fueron quienes recibieron un llamado al servicio del cuidado del Templo que contenía el Arca del Pacto hecho entre Dios y Moisés en el Monte Sinaí. Es María, como el Arca de la Nueva Alianza, que llevó dentro de ella al mismo Jesucristo y que está presente especialmente en los pobres, a quienes ustedes como diáconos están llamados a servir su ministerio con el Evangelio, los Sacramentos y la Caridad.
El Papa Benedicto XVI observó una vez con certeza, “Sin embargo, hay además otro aspecto: en Dios no sólo hay lugar para el hombre; en el hombre hay lugar para Dios. Esto lo vemos también en María, el Arca Santa que lleva la presencia de Dios. En nosotros hay espacio para Dios y esta presencia de Dios en nosotros es de suma importancia para llevar luz al mundo de hoy; un mundo lleno de tristezas y problemas. Esta presencia se realiza en la fe. Es en la fe, y mediante la fe, que abrimos las puertas de nuestra existencia para que Dios entre en nosotros, para que Dios sea la fuerza que da vida, sentido y dirección a nuestra existencia. En nosotros hay lugar para Dios. Abrámonos como se abrió María y digamos como ella: “Hágase Tu voluntad, yo soy la sierva del Señor”. Al abrirnos a Dios, no perdemos nada. Al contrario, nuestra vida se vuelve rica, significativa y maravillosa”.
Queridos hijos, en esta gran Solemnidad de la Anunciación y en este gozoso día de su ordenación diaconal, cuando ustedes prometen rezar la Liturgia de las Horas todos los días y prometen vivir la castidad del celibato y la obediencia a imitación de Jesucristo, todos nosotros y la Iglesia entera oramos y pedimos a la Santísima Virgen María por ustedes para que abran aún más sus corazones a Dios y se comprometan profundamente a ser ministros de Su Palabra, ministros de los Sacramentos y ministros de la Caridad.